sábado, 5 de noviembre de 2011

Tiempos de nostalgia

Rosa María Montero ve a cada rato su celular como si buscara algo. Sabe que no hay nada. La hora es lo que menos le interesa. Es la necesidad de saber de alguien a quien no conoce, o que sepan de ella, aunque nadie sabe quién es. Quiere decirle a su amigo Arturo Olivo que está en casa de su abuela, Doña María Morales, una mujer emblemática y activa, morena y gorda, pero ¿para qué? Él no vendría, y si viene no harían nada. Aquí no hay mucho que hacer. Dar una vuelta por los huertos, visitar ese charco seco que alguna vez fue una piscina de peces dorados, coger aguacates cuando es temporada, o nueces cuando han decido caer. Pero precisamente hoy, hay mucho menos que hacer. Además las nubes grises enfrían el ambiente y solo llaman a quedarse acostado por un largo rato, en esa cama dura y helada.

Se ha quedado sola por ahora, su madre, Rosaura Llerena, gestiona las cosas para su nueva casa y busca gente y busca cosas por todo lado. No sabe dónde está la abuela, buscando qué cocinar supone, porque todas las mujeres criadas en esta casa, pasan todo el tiempo preocupadas por la alimentación de todos.

Teresa Llerena, su tía, la menor de todas y la única soltera, parece que siempre está haciendo algo. Camina por debajo de los árboles de higo, luego por la poza seca, luego bajo los árboles de guaytambo. Pasa y pasa, y luego se pierde por horas. Todo el mundo se pregunta cuándo se casará, tiene 45, pero nunca se le conoció ningún novio. Esa maldita presión de ser una mujer digna la ha llevado hasta donde está. Sale con un alemán; un tipo que la visita de vez en cuando. Pero ella prefiere morir seca y digna.

El tiempo pasa lento y frío, las hojas de los árboles apenas se mueven; todo es quietud y silencio, parecería una casa tomada, si no fuera por aquella vieja radio que emite su melodía como queriendo ser aplacada por el pasado, por sus tiempos mejores. Un bolero suena, acompañado por la llovizna de los parlantes.

Rosa María Montero tiene ganas de levantarse pero solo se le ocurre ir por otra manta. Y se le va el tiempo, pensando y recordando su corta juventud llena de alcohol, drogas y sexo. Como aquella noche en la que había bebido demasiado como para darse cuenta que era su amigo con quien se encontraba teniendo sexo salvaje. Había empezado con un par de cervezas entre ella y sus amigos, y lo encontró a él, en otra mesa. Luego se acercaRON y hablaRON, bebieRON y se besaRON y se bebieRON.

Cansada de estar sin hacer nada, se levantó y decidió explorar el ático de la casa. Se encontró con un montón de polvo y hojas envejecidas en el piso, y unas cuantas fundas grandes llenas de papeles, cuadernos y libros. Eran los que Rosaura Llerena, y sus hermanas utilizaron en la escuela y colegio. Rosaura con su vigorosidad le ayudó a bajar una gran funda que se desplomó. Lo arrastraron y empezaron a sacar cosa por cosa, cuadernos amarillentos, recortes de periódicos cuyo tema central eran las elecciones de 1979 donde Roldós ganó la presidencia de la República, cuadernos de dibujo con trazos hechos por niños, boletines de calificaciones, y dos fotos. – Esto está para recordar y llorar – dijo Rosaura Llerena. Casi dos horas les llevó recordar y desechar lo que ya no serviría y quemar sus recuerdos. Ya no hacía tanto frío. Era cuestión de moverse.

Ese día, Rosaura Llerena decidió hacer humas como lo había hecho tantas veces años atrás, mientras la abuela hacía el almuerzo. Le tomó más tiempo que de costumbre, el molino estaba viejo y enmohecido. Mientras preparaban todo hablaban de la foto encontrada, el matrimonio del hermano mayor Gabriel Llerena; en la foto aparecía el flamante novio del brazo de la encantadora novia, la elegida Vilma Rodríguez. En aquella época Gabriel Llerena era uno de los jóvenes más cotizados, por ser guapo y educado. Se habían enamorado de él varias muchachas del pueblo entre ellas la “mona” Laura, una guapa joven venida de la región costanera. Gabriel Llerena que andaba en sus andanzas de joven conquistador, la había conocido en una de las fiestas de quincenario del pueblo en el año 1972. Se había enamorado de sus grandes ojos negros y su encanto a la hora de manejarse en sociedad. Tenía las intenciones de hacer su hogar con aquella mujer de sonrisa seductora y que siempre andaba rodeada de amigas menos agraciadas que ella. El día en que fue a pedir su mano en matrimonio, sus tíos que eran los apoderados dijeron que no podían acceder sin el consentimiento de sus padres; la “mona” Laura lloró inconteniblemente esa noche, sabía la razón, sus padres jamás permitirían que se case con un serrano. Por supuesto Gabriel Llerena no conocía de este impedimento y se pasó festejando con sus primos y amigos más cercanos, bebieron toda la noche, pero al siguiente día, supo que la “mona” Laura se había ido, y nunca más regresó. A Gabriel Llerena no le quedo sino enterrar su recuerdo de amor perdido y rehacer su vida con una de las muchachas que había sido su amor de recreo en el colegio. Se casaron al siguiente año de la huída de la “mona” Laura. La vida para Vilma Rodríguez no fue fácil. La noticia de la llegada de un niño a la familia fue la más alegre. Seis meses después, la depresión la hundiría en sí misma; un aborto involuntario la sumió en la peor de las desdichas. No pudo recuperarse de aquel golpe sino hasta después de dos años, cuando quedó embarazada de una niña. Tan pronto como se dieron cuenta tenían tres hermosas niñas corriendo por los pasillos de la casa que había construido.

Un día de mucha lluvia y vientos marcaría para siempre su vida. Habían venido sus primos de la ciudad a visitarlas. Jugaron toda la tarde, se reían, peleaban, volvían a abrazarse. La lluvia empezó a caer y ellos jugaban felices, saltando sobre charcos. Vilma Rodríguez los observaba desde el interior de la cocina donde prepara chocolate para los pequeños. Les había gritado que ingresaran pero su júbilo no les permitió escuchar. Los granizos empezaron a caer y ellos aun más felices jugaban. Comía las bolitas blancas, se las lanzaban entre sí sin intensión de causarse ningún daño. Cuando el granizo se volvió más espeso subieron corriendo a la segunda planta a resguardarse y coger sus abrigos. Aun se reían. Una gran tormenta se avecinó y el granizo pasó de ser un juego divertido a una tempestad mortal. El viento soplaba con más fuerza y la lluvia y el granizo empezaron a aflojar la tierra. Del lado este de la casa un pedazo de montaña se desprendió cargando consigo lo que encontraba a su paso, piedras, árboles, casas. Habían pasado veinte minutos cuando se dieron cuenta de que dos de las niñas no estaban junto con los otros niños. Vilma Rodríguez desesperada y sin pensar en su bienestar se lanzó a medio patio a buscar a sus hijas. Encontró a una y corrió a su encuentro. La menor, quien había estado en su dormitorio se dio cuenta de lo sucedido y corrió tras su madre, pero nadie se percató de eso. Vilma Rodríguez salvó a la que había visto, la cogió del brazo y las dos fueron arrastradas por el aluvión, cientos de metros abajo, envueltas en lodo y golpeadas por piedras; se detuvieron por fin atrapadas entre unos árboles de guaytambo. Cuando la tormenta se detuvo, se vieron unos rayos de sol y un gran silencio apareció. La casa quedó devastada, sin paredes, y los dormitorios llenos de lodo, palos y piedras. Ni un vestigio de lo que había sido antes. Toda la gente del pueblo se había aglomerado a observar lo sucedido y a ayudar a recuperar las pocas cosas que habían quedado. Los hombres, emprendieron la búsqueda de la madre y la hija; las encontraron al cabo de una hora, desnudas, heridas y devastadas. A la menor, no la encontraron. Días después de que el cuerpo de auxilios acudió, hallaron su cuerpecito enlodado, inerte, con golpes por todo lado y heridas profundas. Gabriel Llerena y Vilma Rodríguez consumidos por el dolor, nunca más pudieron regresar a ver al que había sido su hogar por varios años.

Rosaura Llerena, recuerda con tristeza toda esa época, pero quiere dejar de evocar el pasado, es imposible. Cada cosa tiene sabor a pasado. El olor del choclo molido, el sonido del molino, del viento entre las hojas de los árboles que la cubren, de los pájaros, los sigilosos pasos de Doña María Morales; todo le recuerda su niñez, cuando era ella misma la que correteaba con sus hermanas por el patio y por la cocina; la que jugaba bajo el faldón de Doña María Morales interrumpiendo sus labores diarias de esposa y madre de 7 pollitos. Siempre había algo que hacer; en tiempos de cosecha, no necesitaba contratar a mucha gente para cosechar las frutas que rebosan en los árboles y que se podrían en el piso por la abundancia, tanto era así que debían desechar grandes cantidades de fruta pasada para los puercos.

Cuando Doña María Morales se casó apenas había cumplido los 17 años. Para la época si una chica se quedaba soltera pasados los 22 quedaba para vestir santos; Don Ángel Llerena, un hombre blanco y de buena postura, la había visto en una de las tantas fiestas del pueblo y se enamoró de ella, y pidió a su madre, Doña Obdulia Muñoz la mano de su hija en matrimonio; a ella no le importó que él tuviera 42 años y arregló su matrimonio, pero no perdió oportunidad para casar a sus dos hijas de una vez; así que hubo boda doble, su hermana mayor Clotilde Morales se casó con el sobrino de Don Ángel Llerena, Víctor Villafuerte, un hombrecito de mediana estatura y de voz chillona. Para Doña María Morales, los primeros meses fueron un infierno, pero siempre le había escuchado decir a su madre que el amor está en la cabeza, que uno se enamora de quién elige, que no se preocupara por eso, que vería que al cabo de unos cuantos años ella estaría perdidamente enamorada de él. Y así fue efectivamente. El primer hijo que tuvieron, le causó una terrible depresión, y ella no quería saber nada de él, así que Doña Obdulia, se hizo cargo de él hasta el final de sus días.