La luz naranja del fósforo se reflejaba en sus ojos negros inundados de lágrimas que estaban a punto de derramarse. El temblor en su labio inferior era inevitable. Quiso tragarse sus lágrimas; fue imposible. Dos gotas saladas rodaron por su rostro color canela, dibujando dos líneas blancas a su camino y llegando al fin a sus labios. Quedó inmóvil. Y sintió que el fuego quemaba sus dedos. Sacudió su mano soltando el fósforo que cayó sobre unos escritos incompletos consumiéndose inmediatamente. La ira. Las lágrimas causadas por la ira son las que peores consecuencias traen. Jane, quien había corrido la suerte de caer en el seno de una pareja pudiente pero poco culta, sentía que lo que habían estado buscando en realidad no era una hija que llenara el vacío de la esterilidad, sino a alguien en quien podrían descargar su autoritarismo, irritación y frustración sin que se quejara por la obligada gratitud de haberla recogido. Pero no más, nunca más. Sus padres solían preparar la cena en una cocina de leña, todas las noches desde hace 15 años. Así que no necesitó planearlo mucho. Era cosa simple: bañar en gasolina la leña de reserva que se encontraba dentro de la cocina; ya que estén preparando la cena, cerraría la puerta muy despacio, con cautela, pero asegurándose de echarle llave. Luego arrojaría un fósforo encendido a través de la ventana directamente sobre la leña. Así lo recuerda Jane, diez años más tarde, ahora mayor de edad. Sentada bajo un frondoso árbol de aguacate. Mirando la cocina incinerada y aun escuchando en su mente los alaridos desesperados y ahogados de sus padres adoptivos, los golpes contra las paredes, el reventar de los vidrios, y ya luego solo el sonar de las brasas del infierno terrenal provocado por aquella tarde en que sus padres la obligaron a guardar sus libros y a arreglar su habitación.
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