Todas las mañanas camino al trabajo por aquella
bella calle soleada. Todas las mañanas. Caminar todas las mañanas es mi único
ejercicio. Y mi rutina. No e porqué la
describo como bella soleada si odio ese matutino sol caliente.
Apenas entro en la calle todo me es familiar.
Empezando por la arquitectura, las casas, los edificios, los parqueaderos, los
restaurantes. A los 30 pasos más o menos viene en vía contraria ese chico
robusto, no es gordo es robusto, bien vestido, bien producido; creo que es
homosexual, por la pulcritud y esmero con el que se arregla. Los heterosexuales
no se esmeran tanto. Usa camisas apretadas que dejan ver su poco delgada
figura; por lo general son plomas, combinadas
con corbatas oscuras. Creo que siempre va a tiempo y no siempre lo veo.
Cuando sé que voy muy bonita, nadie me hace
caso en la calle. Quiero pensar que es porque saben que no estoy a su alcance y
prefieren no arriesgarse. Tal vez no estoy bonita y soy una maldita ególatra y
simplemente ven mi cuerpo desproporcionado y prefieren ignorarme por fea. Luego del chico aparentemente homosexual,
paso junto a un guardia de seguridad. A veces lanza piropos, a veces no nota mi
presencia y me siento mal, y no porque me guste, sino porque ¿en realidad no
levanto ni guardias de seguridad? Y me siento estúpida al haber terminado con
un pensamiento tan clasista. Mientras camino, paso por un garaje de donde sale
por las mañanas ese pequeño fiat azul con su frío y blanco aire escapando
inevitablemente por el tubo de escape. Más adelante un restaurante que parece
tener bastante buena fama con los extranjeros, austriacos principalmente.
Creo que hay dos personas que notan mi
presencia en las mañanas, porque muy aparte de todo lo que veo normalmente,
estoy esperando cruzarme con ellos. Cruzo la calle cuando el semáforo está en
verde. Por lo general está en verde, así que casi nunca me detengo a esperar a
que el tráfico pare. Parece que todo estuviera preparado para que yo, “la reina
de la calle”, no tenga inconveniente en llegar a u tan preciado destino.
Mientras cruzo esa calle, me siento dueña del mundo y creo que los demás lo
saben, pero lo más probable es que estén maldiciendo que el semáforo no esté en
verde para ellos y lo que menos hagan es pensar en aquella mujer que pasa con
ínfulas de reina.
A la mitad de la cuadra está él, el primer
hombre que espero ver, el hombre sin rostro, porque increíblemente, aunque no
lleve máscaras ni nada, no he sido capaz de regresar a ver. Sé que tendrá unos
setenta años. Está ahí, ignoro desde qué hora, sentado junto a su maquinita
emplasticadora de documentos que la gente adquiere en la oficina de la policía
que queda junto. Lo primero que noto es una pequeña radio vieja como la voz que
sale de ella, siempre vociferando en contra del gobierno; luego noto sus
brillantes botas encharoladas color vino. Amo sus botas, y él también las ama. Si
lo veo en algún lado, estoy segura que no podré reconocerlo, a menos que sea
por sus botas; no se las pone todos los días. Debo adivinar que él también nota
mi presencia cuando paso, y siento que se fija también en el calzado que llevo
todos los días; y creo que también le gustan. ¡Oh! ¡Querido señor de la
emplasticadora! Me pregunto si no te levantas y piensas en tu vida, en lo que
se ha convertido y si eso era realmente lo que siempre anhelaste o no te quedó
de otra. Pero no tengo calidad moral de inquirirme eso sin pensar en mi vida
primero, y es igual de deprimente.
Atrás queda la voz de aquella radio, y sigo mi
camino para encontrarme con el siguiente hombre. Este asiático pasa siempre con
una funda en su mano derecha, dentro de la funda lleva una terrina, y puedo
asegurar que dentro de la terrina hay tallarines calientes; porque a los
asiáticos les gusta los tallarines. Y casi siempre lleva un cigarrillo en la
otra mano. Si lo veo después del viejo emplasticador, sé que voy a tiempo, e
imagino que él toma el tiempo de la misma manera que yo. Cuando lo veo antes,
es porque voy con el tiempo en contra, y el asiático debe sentir satisfacción
de haber salido a tiempo. Se le nota en la cara.
Luego un par de casas que me encantan. Sus
fachadas de piedras gigantes, puertas de acero y muchas plantas rebosando por
sobre las fachadas. Qué curiosidad me da saber qué clase de gente vive ahí!
Siempre veo por sus ventanas para ver si algún ente está parado observando la
vida pasar. Nunca hay nadie.
Hace dos semanas que no voy por esa calle
porque descubrí que el recorrido de mi empresa pasa cerca de mi casa, y es
mucho más cómodo, puedo decir que es adictivo. El recorrido es adictivo.
Seguro el emplasticador y el asiático han
notado ya mi ausencia. Si no regreso nunca por ahí de seguro pensarán que
cambié de empleo o habré muerto.